Pensar más allá de la modernidad liberal
Getting your Trinity Audio player ready...
|
La modernidad es un movimiento intelectual cuyos principios filosóficos se forjan y manifiestan en los siglos XIV y XV, aunque algunos autores también han planteado la tesis de su origen teológico previo, con la instauración del cristianismo en Occidente. Si bien es cierto que la modernidad se desarrolla en el contexto histórico de la llamada Edad Moderna, aquella como se señala alude a un movimiento de ideas que tiene sus fuentes en distintos momentos históricos y pensamientos filosóficos y teológicos. Con todo, la filosofía de la modernidad cristalizará hacia el siglo XVIII con la Ilustración y luego, a partir de la revolución francesa, se manifestará decidida y progresivamente al mundo mediante el liberalismo, la ideología que sirvió a la burguesía para transformarse en soberano. En ese momento y a la luz de los cambios políticos, económicos, sociales y culturales que con ella tuvieron lugar, se materializará como proyec to político y económico, en torno a los principios de la libertad y la igualdad.
Desde la Ilustración, es decir, hace ya tres siglos, el movimiento de la modernidad se ha caracterizado básicamente por siete procesos convergentes:
1) la racionalización, por el dominio de la razón práctica;
2) la secularización, por la desmitificación de los relatos religiosos y de toda creencia metafísica, sustituida por el mito de un progreso humano sin límites ni fronteras;
3) el cientificismo y la tecnocracia, por la imposición de un proceso de racionalización y de dominio de la vida en general, individual, social y natural, basado en el predominio de la razón calculante y la eficacia técnica;
4) el individualismo, por la destrucción de las comunidades naturales de pertenencia e identidad, desde la familia hasta los gremios y la comunidad nacional;
5) la masificación social, por la adopción de comportamientos y modos de vida estandarizados y homogéneos;
6) el economicismo a través del mercado, como modelo ideal de regulación social basado en el intercambio mercantil y la especulación bursátil de los intereses individuales, permitiendo además generar redes mundiales no sujetas a los límites estatales; y,
7) la globalización o mundialismo, como imposición de un modelo económico y político hegemónico de sociedad, presentado como el único posible.
Conforme a lo anterior, el liberalismo en cuanto manifestación ideológica y praxis de la modernidad, ha promovido mundialmente, acorde con su postulado sustancial de la libertad individual: la liberación y autonomía de las personas de toda comunidad natural, desde la familia a la nación; la sociedad de mercado, comprendida por consumidores y productores, funcional a la regulación de los intercambios individuales mercantiles, sin importar el bien común, por comprender que de este modo se alcanza y garantiza la libertad, propiedad e interés individuales, de ahí su postulado permisivo del dejar hacer y dejar pasar; los derechos humanos como moral universal, neutralizador de lo político y forma de sometimiento del Estado a los deseos e intereses de un individuo supuestamente soberano; y, finalmente, un orden político que fue útil para transformar las estructuras del poder tradicionales en Europa y el resto del mundo, al introducir conceptos como democracia representativa y separación de poderes, para luego continuar con el intento actual de desarrollar una gobernanza mundial por sobre los Estados nacionales, como poder destinado a imponer la dictadura del pensamiento único y lo políticamente correcto. El liberalismo es así, la primera y principal expresión ideológica de la filosofía moderna y ha tenido el mayor potencial hegemónico del pensamiento político, económico y cultural en el mundo.
En un primer momento, el pensamiento liberal, fundado en la Ilustración, impulsó la autonomía de la razón, como explica Daniel Innerarity “La liberación de la razón responde a la exigencia ilustrada de valerse con independencia del propio pensamiento. La razón no puede someterse a ninguna ley que no se haya dado a sí misma, la dignidad humana es algo que se conquista en la autoafirmación, el buen obrar equivale a la autonomía de la voluntad y la libertad consiste en un acto autoconstituyente sobre la base de una subjetiva carencia de leyes” (Modernidad y Posmodernidad, en Anuario filosófico, Vol. 20, Nº 1, 1987, p 112). Luego, en una segunda etapa, lo económico cobrara autonomía frente a la moral, la política y la sociedad, en las que antes estaba inserto. En una tercera fase, el liberalismo hizo del valor mercantil la instancia soberana de cualquier vida en común.
El advenimiento del reino de la cantidad y del puro materialismo y el consumismo, definen ese trayecto que nos ha llevado desde las economías de mercado hasta las sociedades de mercado, es decir, la extensión a todos los terrenos de las leyes del intercambio mercantil, conducida por una ficticia «mano invisible» y que no es otra que la del poder del gran capital mundial. El liberalismo implica la negación de la especificidad de lo político, pues éste siempre entraña la posibilidad de arbitrariedad en la decisión y pluralidad en las finalidades. Desde este punto de vista, hablar de «política liberal» es una contradicción de términos. El liberalismo, que aspira a construir el entramado social a partir de una teoría de la elección racional que subordina la ciudadanía a la utilidad individual, se reduce a un ideal de gestión de la sociedad global, situándose bajo el limitado horizonte de la burocracia y la tecnocracia. Paralelamente, el Estado liberal cree poder abstenerse de proponer un modelo de vida buena y aspira a neutralizar los conflictos inherentes a la diversidad de lo social.
El espacio público se disuelve en el espacio privado, mientras la democracia liberal representativa se reduce a un mercado donde se dan cita una oferta cada vez más restringida de partidos políticos y una demanda cada vez menos motivada que responde crecientemente con la abstención. El liberalismo, por otra parte, ha generado el individualismo, a partir de una antropología falsa, tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el normativo. En efecto, esta ideología niega el carácter social del ser humano concibiéndolo como sujeto anterior a la sociedad y única fuente de valores y derechos, consagrado a maximizar permanentemente su interés egoísta. Daniel Innerarity explica esto, señalando que tal individualismo “supone el abandono del viejo principio de la sociabilidad natural. El hombre no debe ser entendido en adelante como «animal político», sino como individuo soberano. La situación y condición humanas —lo que aquí hemos llamado su contexto social— no entran ya en la definición del hombre, sino a la manera de un añadido externo y circunstancial.
El individuo es indiferente al lugar social” (Ibídem, p. 116). Así, el liberalismo reconoce a los individuos unos derechos inalienables e imprescriptibles, anteriores a cualquier pacto social, transformándolo en un sujeto soberano que incluso sus deseos pueden transformarse en derechos subjetivos. La sociedad y los cuerpos sociales intermedios en la ideología liberal sólo constituyen el resultado práctico y convencional de la suma de individuos, pero no tienen entidad natural y preexistente a éstos. Se ha dicho correctamente que el liberalismo es “expresión de una sociedad que ya no es comunidad” (Arthur Moeller van den Bruck). Es también, esta perspectiva asocial e individualista del liberalismo, la que lo lleva a adoptar una posición antiestatal y de minimización del Estado. Esta doble pulsión economicista e individualista del liberalismo, viene acompañada por una visión de la vida social reducida a la competencia generalizada, nueva versión de la «guerra de todos contra todos» de Hobbes, con el fin de seleccionar a los «mejores», es decir, el darwinismo social.
El liberalismo desconoce que la competencia perfecta es un mito, pues, las relaciones de fuerza son preexistentes a la aparición de aquélla. La evolución selecciona a los más aptos para sobrevivir, pero el hombre no se contenta con esto, sino que, ordena su vida en función de una jerarquía de valores, pero, es justamente aquí donde el liberalismo tiende a permanecer neutro, permitiendo que los privilegiados y no los mejores se impongan. El carácter inicuo de la dominación liberal, engendró en el siglo XIX una reacción encarnada en el movimiento socialista. Pero éste se desvió de su camino bajo la influencia de las teorías marxistas. Y pese a todo lo que les opone, liberalismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo, heredado del pensamiento de la Ilustración, del proyecto moderno y el capitalismo: el mismo individualismo de fondo, el mismo materialismo histórico, el mismo universalismo igualitario, el mismo racionalismo, la misma primacía de lo económico, la misma insistencia en el valor emancipador del trabajo, la misma fe en el progreso, la misma aspiración al fin de la historia y la desaparición del Estado nacional.
Sin perjuicio de ello, el liberalismo ha realizado con mayor eficacia ciertos objetivos que compartía con el marxismo: erradicación de las identidades colectivas y de las culturas tradicionales, desencantamiento del mundo, universalización del sistema productivo, primacía de lo económico. La modernidad y sus diversas ideologías y cosmovisiones han separado al hombre y los pueblos de lo natural y del sentido histórico, con el propósito de imponer los tiempos de una post histoire, que no es más que el dominio absoluto de aquéllas, la neutralización de lo político, de todo conflicto, de toda legítima divergencia o diferencia, la ilusión kantiana de un estado de paz perpetua, ya sea donde todos se han hecho iguales, burgueses, proletarios o cosmopolitas y el discurrir del tiempo sin acontecimientos. La modernidad rechaza el sentido histórico y por el contrario promueve su fin, porque, rechaza todo pasado, se opone al mundo antiguo, se quiere novedad absoluta y revolucionaria, eliminando radicalmente todo vestigio de tradición, de herencia política o cultural.
La modernidad por definición, es lo transitorio o fugaz (Charles Baudelaire), por eso constituye el cambio y la revolución permanente, la existencia superficial como moda impuesta. Esta la causa de la crisis de estos tiempos, de la pretensión del fin de la historia; la causa del malestar y desencanto del sujeto moderno, que sobrevive en el vacío y la depresión existencial que genera el sistema mundial. Como consecuencia de la atomización social, la era moderna ha terminado creando la civilización de las masas, la del hombre-masa, individuos sin identidad, desvinculados o desarraigados de sus comunidades naturales, en pos sólo de su sobrevivencia material, sea el que vive de la necesidad o el que vive en la sobreabundancia, la paradoja que muestra este mundo del siglo XXI, el del superdesarrollo científico-técnico y de la megamáquina de producción y consumo, por un lado, y, de la pobreza que lo cohabita, por otro lado.
Esta civilización materialista, como ya se ha dicho, ha arrasado con la cultura y la historia, aniquilado todo lo grande que el espíritu y la mente humanas han podido hacer a través de la larga marcha histórica de los pueblos. Esta transformación de los humanos, de homo sapiens a homo economicus, simples vidas materiales básicas, explica también, tanto el advenimiento de las sociedades de mercado como la actual ola migratoria masiva en distintos lugares del mundo, traslado de operarios baratos y no calificados de un lugar a otro, separándolos de sus familias y sus patrias y aculturizándolos. Ha expresado Hervé Juvin que “el advenimiento del individuo hace obsoleta la ciudadanía”, precisamente en razón de aquellas desvinculaciones sociales. Sólo importa el funcionamiento del mundo como gran mercado mundial, el cual no necesita ciudadanos del mundo, sino, consumidores.
Tras este proceso hay una mano invisible que mueve masas humanas para la economía mundial, pero esa mano no es la del libre mercado de Adam Smith, sino, la de los poderes globales del gran capital y la de la gobernanza de los organismos internacionales que lleva a cabo la utopía liberal progresista. Con todo, la civilización actual tiene en vistas algo más que aquella transformación de los humanos en consumidores y operarios, se encuentra ya en marcha un asalto a la cultura y a la propia naturaleza y condición humanas, destinada a hacerlas desaparecer por obra del “transhumanismo”, esto es, nada menos que la modificación completa de la antropología y la naturaleza humanas y la deshumanización del mundo por obra de la técnica. La ideología liberal constituye una auténtica utopía difícil de realización (su nudo gordiano), lo que se demuestra en su decadencia y crisis actual. Como lo han expresado importantes intelectuales, el aparente triunfo histórico del liberalismo, ha significado el agotamiento de los medios por los cuales pretendía que la humanidad alcanzara la utopía del progreso indefinido (recursos naturales) y la infinidad de opciones y la autonomía total del individuo empezando en la niñez (autonomía progresiva se le llama hoy).
Al contrario, Moeller van den Bruck sentenciaba que “el liberalismo socavó culturas, destruyó religiones y aniquiló patrias, es la autodisolución de la humanidad”. La radicalización de su propia dinámica y lógica ideológica, lo ha llevado a un callejón sin salida. El liberalismo ha resultado ser inviable e insostenible y, por lo tanto, como lo ha sostenido recientemente Patrick Deneen (¿Por qué ha fracasado el liberalismo? Editorial Rialp, 2019), sólo cabe afirmar que ha visto el triunfo y el fracaso a la vez. El liberalismo fracasó y provocó la muerte de la modernidad por su propia dinámica y lógica intrínsecas y con ello ha arrastrado al mundo a una crisis y un caos del que no podrá salir por el mismo camino. LA POSMODERNIDAD NEOLIBERAL COMO PRODUCTO DE LA DIALÉCTICA DE LA MODERNIDAD Se ha afirmado que la posmodernidad es una corriente de pensamiento surgida a mediados del siglo XX como crítica a la modernidad, en cuanto que la idea de progreso y la emancipación, impulsadas y desarroladas por el proyecto y las vías del liberalismo ya no son suficiente para alcanzar el bienestar y realización individuales, pues se han agotado.
En este sentido, se ha expresado que “La modernidad se pensaba al principio a traves de dos valores esenciales, a saber, la libertad y la igualdad, y bajo un figura inédita, el individuo autónomo, que rompían con el mundo de la tradición. Sin embargo, en la época clásica, el surgimiento del individualismo se corresponde con aumento del poder del Estado, lo cual hace que esta autonomización de los sujetos sea más teórica que real. La posmodernidad representa el momento histórico concreto en el que todas las trabas institucionales que obstaculizan la emancipación individual se resquebrajan y desaparecen, dando lugar a la manifestación de los deseos personales, la realización individual, la autoestima. Las grandes estructuras socializadoras pierden su autoridad, las grandes ideologías dejan de sewr vehículos, los proyectos históricos ya no movilizan, el campo social ya no es más qie la prolongación de la esfera privada; ha llegado la era del vacío, pero sin tragedia ni apocalipsis” (Sébastien Charles, Introducción al pensamiento de Gilles Lipovetsky, en Los tiempos hipermodernos, Editorial Anagrama, 2004, p.p 23-24).
Se encuentran en el trasfondo y origen de este movimiento y proceso socio cultural, tanto posiciones de rechazo al proyecto de la modernidad y la ideología liberal, como también intentos de reimpulso de los mismos, hasta radicalizaciones en esta misma línea, por de pronto, formulaciones filosóficas como el intento de salvación que hace el filósofo francfortista, Jürgen Habermas, al calificar como inconclusa a la modernidad o el desarrollo del neoliberalismo en materias económica primero y luego sus manifestaciones políticas y sociales hasta el presente; desde la emergencia de la sociedad del consumo y su integrante, el homo economicus y consumans, hasta la cultura consumista, basada en el deseo, las pulsiones, emociones y, en definitiva, el hedonismo individualista.
En este sentido, ya puede comprenderse lo que se relacionará en esta parte, el hecho que no puede haber posmodernidad sin neoliberalismo y viceversa. Entre las críticas a la modernidad que más frecuentemente se le hacen por su incapacidad de alcanzar el progreso general y la emancipación humana, se cuentan aquellas que imputan a su fracaso no sólo en al desarrollo de su proyecto, sino a todos los modelos políticos, económicos y sociales que surgieron de ella; se cuestionan la religión, la moral, la política, el sistema económico y las dinámicas sociales, en un intento de buscar respuestas que permitan encontrar nuevas vías de progreso. Es cierto que, desde el mismo momento de su inauguración y durante todo el siglo XIX y XX las críticas a la modernidad y al liberalismo habían ido creciendo y acumulándose en consistencia y fuerza, considerando los fenómenos de mayor radicalidad en su contra, como las revoluciones comunista y fascista, pero, no será sino hasta la segunda mitad del siglo pasado que se produzca el paso a la llamada posmodernidad. Si bien no existe un clara fecha para el momento de inicio de la posmodernidad y ello sería imposible de consensuar, algunos han considerado la caída del muro de Berlín en 1989 y el anuncio del fin de la historia como victoria definitiva del liberalismo sobre el comunismo como el clímax o inauguración de la posmodernidad.
Sin embargo, es posible también retroceder aún más de dos décadas desde ese hecho para encontrarnos unos años 60, críticos de los resultados de la modernidad y expresivos del malestar hacia ella. El sociólogo norteamericano Daniel Bell, conocido por sus obras El fin de las ideologías o Las contradicciones culturales del capitalismo, ya lo había advertido en aquella época y anunciaba además el advenimiento de la sociedad posindustrial. Pero Mayo del 68 es, desde luego, un hito en lo político y cultural, aunque sólo sea una revuelta cultural y no una revolución en el momento mismo de su desarrollo. Sus consecuencias se fueron viendo progresivamente. Lo que vino después de esa revuelta se puede describir en los siguientes términos: “La sociedad de consumo necesitaba la energía destructiva de la juventud para democratizar el acceso al deseo.
Como tal, «Mayo 68» no es más que una mutación del capitalismo tardío. Con el izquierdismo en el papel de ajuste variable o de idiota útil, según se mire. La juventud había sido, como dijo Milan Kundera, la “colaboradora inconsciente” del capital. La liberalización de las costumbres era una condición previa necesaria. Gracias a la cual pasamos del capitalismo de productores a un capitalismo de consumidores” («Mayo 68», la enfermedad infantil del capitalismo, François Bousquet, en www.elmanifiesto.com) Tal revuelta fue una manifestación de inconformismo con una modernidad liberal demasiado racionalizada y de pretensiones universalistas, que producía ese desencantamiento del mundo en lenguaje weberiano, con las “encantaciones democráticas que nos son familiares, pues se han vuelto abstractas, vacías de sentido”, apunta el sociólogo francés Michel Maffesoli y agrega “Libertad, ciudadanía, contrato, individuo, etcétera, son otros tantos términos que tienden a constituir una “idiolectia”, lenguaje propio de unos pocos y comprensible para ellos y quienes, en su momento “inventaron” la modernidad. Hay que encontrar otras palabras para dar nacimiento a la posmodernidad que yace, pero para que sea posible, es importante perturbar nuestras certidumbres y no sólo por el simple placer de la provocación, sino, para estar de acuerdo con la fermentación de los espíritus” (La transfiguración de lo político.
La tribalización del mundo posmoderno, Editorial Herder, 2005, p. 38). Por otra parte, se afirma vulgarmente que el neoliberalismo constituye una manifestación de un pensamiento de alcances exclusivamente económicos, un nuevo paradigma que se habría desarrollado en los años 70 del siglo pasado y se basaría en la desregulación de los mercados, en un turbocapitalismo financiero y el desarrollo de un mercado global. Hay algo de cierto en eso y se verifica en la puesta en práctica de modelos económicos neoliberales, por ejemplo en nuestro país. Sin embargo, el neoliberalismo es mucho más que todo ello, porque esta globalización lleva a cabo un proceso de homogeneización cultural mediante la eliminación de las diferencias y diversidades culturales y sociales de forma más radical que el propio liberalismo. Así lo ha señalado con acierto el filósofo Luis Oro, al sentenciar que “El neoliberalismo es algo más que una doctrina económica. Es una manera de interpretar el mundo, de vivir la propia vida y de relacionarse con los demás. Es algo así como el aire que respiramos y el suelo que nos sustenta. Todos nosotros, nos guste o no (mucho a unos, poco o nada a otros, eso es variable), somos de alguna manera neoliberales. El neoliberalismo se caracteriza por el predominio del cálculo utilitario, por el desparpajo de la racionalidad instrumental y por su horizonte temporal cortoplacista, en cuanto rehúye finalidades trascendentes.
¿Cuáles son los elementos de la “metafísica” neoliberal? La instantaneidad, la concreción, la volatilidad del valor. Tal “metafísica” queda de manifiesto en el vigor de la juvenil expresión “¡lo quiero, ahora, ya!”. El ímpetu de tal pulsación está omnipresente, con más o menos vehemencia, en la vida cotidiana de la sociedad neoliberal” (El neoliberalismo como horizonte cultural, en Razón Histórica, Revista hispanoamericana de Historia de las Ideas, Número 38, Año 2018, páginas 21-38. www.revistalarazonhistorica.com). La posmodernidad, hija rebelde de la ideología liberal, modelada por la civilización del espectáculo y del consumo, no sólo atomiza a la sociedad desvinculando a los individuos de sus comunidades de vida y desarraigándolos de toda pertenencia e identidad comunitaria, sino, también, los aliena, con el evidente propósito de someterlos a la uniformidad que demanda la civilización mercantilista y consumista, la llamada globalización neoliberal, transformándolos en meros consumidores, operadores y productores y aún en obreros globales, por la vía de los movimientos migratorios masivos llevando mano de obra de bajo costo de una país a otro, como afirma Luis Oro, “en la era neoliberal se requieren individuos que sean productivos; no personas reflexivas, menos aún contemplativas. Así, el excéntrico (ese tipo humano que nada, heroicamente, en contra de la corriente y que tanto ensalzó John Stuart Mill) no tiene cabida en el mundo neoliberal” (Ibídem, p. 36). En lo económico, el neoliberalismo ha sido impulsado por la globalización y la generación de un mercado global, como consecuencia de la mayor dinámica capitalista y la revolución posindustrial, que han venido sustituir la economía industrial por una basada en el consumo.
Alain de Benoist ha señalado que “los factores que caracterizan a la globalización, son: la expansión del sistema económico capitalista; la nueva forma de organización territorial y política del sistema mundial como proceso permanente (donde el Estado-nación es desplazado); el proceso de expansión de las empresas multinacionales y su peso específico en la producción mundial; el desarrollo de las comunicaciones y la rapidez con que transcurre la innovación tecnológica” (Más allá de la derecha y de la izquierda, ediciones Áltera, 2010). Esto impulsa la producción masiva de bienes y servicios que en la mayor parte de los casos son de carácter efímero o prescindible. Sin embargo, sabemos que la desenfrenada generalización a escala planetaria de la producción y el consumo impulsada por el neoliberalismo, están conduciendo rápidamente al agotamiento de los recursos naturales disponibles y a una serie de trastornos climáticos y atmosféricos de nefastas consecuencias para la especie humana y el medio ambiente.
La desfiguración de la naturaleza, el empobrecimiento exponencial de la biodiversidad, la alienación del hombre por la máquina y la tecnología y la degradación de nuestra alimentación están demostrando que «cada vez más» no es sinónimo de progreso. En la hora actual, el liberalismo o su versión más extrema, el neoliberalismo, ya no se presenta sólo como una ideología política o económica más, sino, sólo como un sistema mundial de producción y circulación de hombres y mercancías -la globalización del capitalismo-, presidido por el moralismo o la religión de los derechos humanos y un sistema político partitocrático, una oligarquía que ha suplantado totalmente a la democracia propiamente tal. Bajo sus formas económica, política y moral, el neoliberalismo representa el bloque ideológico central de una posmodernidad en crisis que se agota y que junto a las decadentes ideologías posmodernas inspiradas en la utopía del progreso indefinido, arrastran al mundo al nihilismo total y su propia destrucción social y ecológica, por el desarrollo científico tecnológico del transhumanismo, que será el fin del mundo humano y natural. Como lo señala Alain de Benoist, “La sociedad del neoliberalismo es cada vez más una sociedad de la depresión y del cansancio, una sociedad de sujetos aislados, sometidos a una dinámica de autoexplotación. Un infierno de lo igual”(Ibídem).
Por otra parte, la revitalización del mito del progreso propio de la modernidad y de la libertad individual del liberalismo clásico, así como la aceptación religiosa del mandamiento de los derechos humanos, al que se adhieren desde la derecha a la izquierda (ya no se diferencian), demuestra que el neoliberalismo tiene un poder hegemónico mayor que el original proyecto de la modernidad y que, en consecuencia, no hay que engañarse con la crítica izquierdista al aquél en su vertiente económica, porque ella es tan neoliberal como la derecha. En efecto, el filósofo político Luis Oro desnuda a la izquierda al encararle que“el egoísmo, el individualismo extremo, incluso el solipsismo, es para ella (la izquierda) algo natural. Lo artificial y lo artificioso es lo colectivo. No en vano afirma, espontáneamente, lo individual de manera absoluta. Tal énfasis la lleva a demonizar a entidades colectivas clásicas, como lo son, por ejemplo, la nación, la familia, el género y el Estado.
Por eso, todo aquello que se opone a su individualismo y a su solipsismo es calificado de represivo o tildado, simplemente, de fascismo” (op.cit., p. 37). La izquierda posmoderna ha sido aún más globalista y liberal o neoliberal que la vieja izquierda marxista. Alain de Benoist, reflexionando sobre Mayo 68, decía que la izquierda de aquella época, quienes sentaron las bases de la posmodernidad política progresista “lejos de exaltar una disciplina revolucionaria, sus partidarios querían ante todo “prohibir las prohibiciones” y “gozar sin barreras”. Sin embargo, muy pronto se dieron cuenta que hacer la revolución y ponerse “al servicio del pueblo” no era el mejor camino para satisfacer sus deseos. Por el contrario, muy pronto comprendieron que éstos se verían satisfechos con mayor seguridad en una sociedad liberal permisiva. Y se terminaron aliando de forma natural con el capitalismo liberal, lo que no dejó de reportar, a un buen número de ellos, ventajas materiales y financieras” (Mayo del 68: ¿Psicodrama o mutación?, en www.elmanifiesto.com). En fin, conviene tener presente que una de las características de la posmodernidad neoliberal es la relevancia que adquiere la juventud adolescente, su protagonismo político, económico, social y cultural, el estudiante, principal agitador de las revueltas de los años 60 y posteriores. En la sociedad de mercado del neoliberalismo, el sujeto consumidor es principalmente el adolescente, etapa que en la contemporaneidad se ha extendido hasta rozar los 30 años y la juventud sobrepasa algunas décadas más. En realidad es un hiperconsumidor. Maffesoli dice que “la figura emblemática posmoderna es la figura del adolescente o del infante eterno (…) La figura juvenil es algo que va a tener la misma importancia en la posmodernidad, como la tuvo la figura del adulto en la Modernidad, es decir, la figura del infante eterno va a ser contaminadora. En este sentido queramos o no, en la posmodernidad estremos preñados de este modo de actuar juvenil, con esta energía desbordante, con este barroquismo comportamental” (La transfiguración de lo político, p. 29). Esto no sólo explica la agitación y la crispación política y social permanente que viven desde hace algunos años muchos países, el nuestro desde luego, sino, lo que resulta más dramático, es la irresponsabilidad de las acciones que asumen los grupos posmodernos, las tribus urbanas (Michel Maffesoli), ajenos a la historia de las comunidades nacionales a las que pertenecen, pero que aparentan no tener identidad con ellas. El individualismo juvenil resulta altamente irracional y por lo mismo, su violencia es difícilmente controlable, por lo que su capacidad de enternder los límites de las políticas públicas y de gobernar y la tolerancia y respeto al ejercicio de la autoridad es muy bajo. Del mismo modo que el ejercicio de derechos para ellos es absoluto, en una pseudo cultura de la libertad y la emancipación sin imposición de deberes correlativos; para estos jóvenes posmodernos, sus derechos constituyen sólo deberes para los otros. Como su horizonte de vida es largo, no se cuestionan ni tienen suficiente conciencia del futuro ni de la responsabilidad. Como bien describe Luis Oro, “por eso, las “sociedades” neoliberales casi no se preguntan qué sentido tiene la vida. Ni siquiera se preguntan cuál es el sentido último que tiene su activismo, su frenético hacer por el vano hacer. Son “sociedades” que flotan bastante bien en cierto nihilismo práctico y —quizá debido, precisamente, a ello— ya no reflexionan ni quieren reflexionar. En ellas es más grato y tranquilizador consumir que pensar” (Ibídem, p 37). Y los que piensan, los invade el idealismo y el emotivismo adolescente igualmente irresposable. Al final, la modernidad y la Ilustración fracasaron con aquel propósito que enunciaba Kant “la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. La minoría de edad significa la incapacidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro”.
EMILE OLIVIER