Hacia la fortaleza
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Sin lugar a duda, los tiempos actuales están marcados por la debilidad. El sino inequívoco de las generaciones actuales es la incapacidad y el consiguiente fracaso. Ya lo decía el psicólogo norteamericano, Jonathan Haidt en “The coddling of the american mind” (2018): las nuevas generaciones han adoptado tres reglas como dogmas, y solo parafraseo: “el mundo se divide entre buenos y malos”; “mi subjetividad es la fuente de mi pretendida certeza” y; por último, aunque precisamente la más importante para el asunto que nos atañe, “lo que no me mata, me hace más débil”. Hoy cada situación normal y cotidiana de la vida es una oportunidad para sentirse ofendido y hacer gala de nuestra fragilidad. Por eso, los safety spaces abundan en los colegios, universidades y lugares de trabajo; se requiere de espacios donde se pueda escapar de la realidad, aquella que nos acongoja con cada negativa que nos espeta, de manera inmediata, a todo intento por subvertirla. La izquierda, sea la clásica o su versión posmarxista sesentayochista, ha buscado promover una agenda política alineada, precisamente, con esta flaqueza. Se intenta impulsarla, consolidarla. Entre más desfallecidas se encuentren las personas, más menesterosos de la agencia estatal, de los políticos y sus dádivas. La derecha, especialmente su versión fukuyamiana, tal como indica Juan Cristóbal Demian en “Nueva derecha: Una alternativa en curso” (2020), lamentablemente, no halla el camino para revertir esta situación. Ni siquiera, me atrevo a decir, está consciente del problema. Como ha atestiguado Axel Kaiser en “La fatal ignorancia” (2009), lo que reina en la derecha es la anorexia cultural y esta situación no le ha permitido a este sector estar alerta a lo que ocurre.
Con todo, cierto sector de la derecha, la no pervertida, sino la más genuina, hace un tiempo ya, ha levantado la cabeza y, por cierto, los puños, no dejándose engañar por la agenda que la izquierda internacional y nacional impulsa. Y, no cabe duda, ha buscado un camino para retornar a ciertos lineamientos básicos que, se sospechan, pueden hacer resurgir la fuerza que, en algún momento, caracterizó al sector. De mi parte, he señalado un trayecto que puede llevarnos por el camino correcto, una manera de crear la conciencia histórica necesaria para configurar un perfil acabado del hombre de derecha, dentro del cual no solo cabe, sino que es imperioso exista la fuerza, entre otras características que lo deben acompañar[1]. A pesar de la impronta histórico-filosófica que promueve mi proyecto para la derecha, también existen expresiones literarias que ilustran dicha ruta. En específico, respecto de la fortaleza como virtud, quisiera iluminar la senda por medio del canto del poeta romano, Publio Virgilio Marón, o simplemente Virgilio, y su opera magna, la “Eneida” (entre el 29 a.C. y el 19 a.C.), poema escrito para ensalzar las glorias de Roma y la llegada de Octavio al poder, pero que, esta vez, enaltecerá con sus métricas el camino señalado para el despertar de una derecha literalmente fortalecida. Sean las peripecias del viaje de Eneas, entonces, esos faros que iluminen el camino.
Primero, hemos de comenzar relatando la gloriosa historia del príncipe troyano. Esta comienza cerca de la isla de Sicilia. Tras navegar por años siguiendo los destinos que le tiene reservada la fundación de la estirpe romana, por fin se acerca a tierras de la península. Sin embargo, la diosa Juno, sabedora del alegre destino que aguarda a los troyanos, intenta impedir su arribo. Para lograr su objetivo, le pide a Eolo que se valga de sus vientos para hacerles naufragar a los fugitivos. El dios accede a ayudar a la caprichosa y dolida divinidad, y los troyanos terminan dispersándose en el mar. Al saberlo Neptuno, dios del Mar, se siente insultado y ayuda a los navegantes a llegar a playas más seguras, en específico, a Libia. Una vez apersonados en aguas más calmas, Venus, madre de Eneas, se presenta a este en la forma de una virgen espartana y le informa que las tierras donde están ubicados pertenecen a la reina Dido. Entonces, el príncipe troyano, enterado de la historia personal de la reina, se dirige a la ciudad, mientras algunos de sus compañeros ya se encuentran allí, solicitando a Dido cobijo y ayuda para buscar a Eneas. Al presentarse este de improviso, y tras una primera impresión muy favorable, Dido le acoge junto con el resto de los troyanos. Tras la llegada de los teucros a los reinos de Dido, y con la intención de que no existan mayores conflictos entre ella y Eneas, la diosa Venus pide a Cupido que tome la forma de su sobrino materno, Ascanio, lo suplante e infunda en la reina amor por el héroe. Convencido, entonces, el dios del amor infunde en la reina un apasionado afecto por el hijo de Anquises, pero que la conflictúa, pues se había prometido a sí misma no volver a casarse ni a un hombre, nuevamente, someterse. Durante el banquete en honor de los recién llegados, sin embargo, Dido, embelesada, pide a Eneas que cuente sus desgracias.
Es en este preciso momento del poema, que se nos da a conocer todas las peripecias por las cuales tuvo que pasar el heroe troyano para llegar hasta allí.
El relato que profiere Eneas se abre con la aparición del caballo de Ulises en la playa troyana, quien, junto con otros soldados griegos, se oculta dentro del mismo, mientras el resto de las tropas griegas se apostan en la isla de Ténedos. Los troyanos, ignorando el engaño y las advertencias de Laocoonte, creen que los griegos han huido y hacen entrar al caballo en su ciudad a modo de celebración por el aparente triunfo. Llegada la noche, los del Peloponeso salen del caballo enmaderado y abren las puertas de la ciudad para que entren los demás griegos, sometiendo a Troya a la debacle. Al momento que comienza la destrucción, a Eneas se le aparece en sueños el príncipe Héctor, quien anuncia el fin de Troya y le manda que corra junto a los suyos y las reliquias de la ciudad. Decidiendo no irse sin pelear antes, va en búsqueda del palacio de Príamo y contempla la muerte de este y su hijo, Polites. Asimismo, en medio del caos, ve a Helena y, lleno de ira, se dispone a castigarla, por endilgarle a ella la causa de la guerra. Sin embargo, Venus le manda contenerse, pues los verdaderos culpables de todo son los dioses, no ella. Entonces, Eneas busca y encuentra a su padre, Anquises, y a su hijo, Ascanio. En principio, su padre no quiere partir, hasta que un presagio divino le convence. Luego, escapan de la ciudad en llamas. Con todo, en el proceso de la huida, pierde de vista a su mujer, Creúsa, quien, finalmente, es una víctima más de la matanza aquea. Eneas pierde la esperanza de encontrarla, aunque la busca desesperadamente. A fin de cuentas, se le aparece la sombra de ella, la que le revela que su destino es la fundación de Roma. Por lo mismo, y siguiendo fielmente los hados divinos, Eneas vuelve con los suyos y prepara lo necesario para la partida.
Ya en marcha, Eneas arriba a la ciudad de los tracios, a quienes considera aliados. En esas tierras quiere fundar la nueva ciudad, pero, al encender la hoguera sacrificial que pedirá los buenos augurios, toma algunas ramas que comienzan a sangrar. Una voz suena desde el interior del túmulo y le advierte que el rey de Tracia no es aliado, sino que está a favor de los griegos. Los viajeros deciden abandonar el lugar. Entonces, dirigen sus pasos a Delos. Allí los oráculos de Apolo les revelan que habrán de fundar una nueva ciudad en donde vivieron sus antepasados, afirmando que las generaciones venideras de troyanos serán las únicas dominadoras del mundo. El futuro promisorio de Roma está latente. Sin embargo, Anquises se confunde y piensa que el oráculo se refiere a Creta, el lugar de culto de la diosa Cibeles y la tierra donde fue oculto Júpiter. Luego, hacia allí se dirigen. Llegados a la isla, fundan la ciudad de Pérgamo. Sin embargo, tras pasar un cierto tiempo, sobreviene una fuerte sequía y mueren hombres y bestias. Con posterioridad, a Eneas se le aparecerán en sueños los Penates, los dioses de la ciudad de Troya, mandados por Apolo. Por ellos sabrá que las tierras aludidas por el oráculo de Apolo son del Lacio. Los troyanos se hacen a la mar otra vez, y tras enfrentar a las arpías y pasar cerca de Ítaca, Eneas se entera de que un hijo de Príamo, Héleno, ha casado con Andrómaca, viuda de Héctor, quien, después de la muerte del héroe troyano, había sido concubina de Pirro, pero que ahora reinaba en Butrinto, una ciudad cercana. Allí se dirigirán los troyanos. Ya en palacio, Héleno predice a Eneas que llegará efectivamente a Italia, pero que, para instalarse definitivamente, tendrá que sufrir un poco más, pues allí habitaban griegos. Además, le aconseja cuidarse de Escila y de Caribdis, monstruos marinos formidables, y atender al oráculo de la Sibila de Cumas, que le será de gran ayuda en sus propósitos. Siguiendo los consejos del hijo de Priamo, los troyanos pasan junto a las montañas Ceraunias y, antes de dirigirse a Trinacia, ofrecen sacrificios a Juno y a Minerva. Ya cerca del Estrecho de Mesina, por intentar evitar a Escila, casi acaban diezmados por Caribdis, pero el remolino de la bestia los impulsa mar adentro, y así, perdidos, arriban a las costas de los cíclopes, isla de la cual escaparán, afortunadamente. Lamentablemente, aunque continúan viaje, pasando por Ortigia, y luego por el puerto de Drépano, muere su padre, Anquises.
Es tras el relato de esta triste ocurrencia, que Eneas calla y termina de dar revisión a los acontecimientos de su viaje. Entonces, la reina Dido decide compartir sus sentimientos con su hermana Ana, a quien le cuenta su dilema, ya que se ha enamorado perdidamente del héroe troyano, pero sigue respetando la memoria de Siqueo, su difunto marido, muerto por su hermano. Su hermana la anima a seguir adelante con su amor, ya que, desde que enviudó, había rechazado a muchos pretendientes y no ha sido feliz. Esto último llega a oídos de Juno, quien decide aliarse con Venus para que Eneas se enamore a su vez de Dido, con la intención de que este no llegue jamás a Italia y se quede en Cartago, para siempre. Venus acepta la proposición e idean un plan en conjunto para que ambos consumen el himeneo. Entonces, un día, Eneas y Dido salen de caza. En el transcurso de la salida, las diosas mandan una gran tormenta. Eneas y Dido quedan refugiados en una cueva y demuestran su amor. Cunde el rumor y la noticia del encuentro amoroso llega a Iarbas, rey de Numibia, y pretendiente rechazado de Dido quien, enfurecido, suplica a Júpiter que no permita Eneas se quede con ella. El dios del trueno y de los cielos le escucha y, temiendo que Eneas detenga su viaje hacia Italia, envía a Mercurio para que le recuerde que su destino es fundar Roma. El troyano, mostrando una fortaleza y temple denodados, se convence de no demorar más su viaje, pero no sabe cómo decírselo a la reina, por lo que decide mandar a sus soldados que preparen la flota en sordinas. Pero, vuelve a volar el rumor, y Dido se entera de lo que está ocurriendo. Cuando va a reprochárselo y a suplicarle que se quede, el troyano no da su brazo a torcer, argumentando que su destino ya está decidido. Dido, aunque no conforme con sus razones, permite su partida, pero, mientras lo hace, pide a su hermana que lo convenza para que zarpen con viento favorable y en mejores condiciones meteorológicas, como para ganar tiempo.
El dolor que le causa a Dido la partida de Eneas le impulsa a suicidarse e idea un plan secreto con ayuda de una sacerdotisa para llevarlo a cabo. Mercurio vuelve a visitar a Eneas en sueños, apresurando su partida. Dido se entera y, entonces, pone en marcha lo planeado. Construye una gran pira con objetos de Eneas, rodeada toda de altares y sacrificios, se sube a ella y clava la espada que este le había regalado en su dolorido pecho. En medio del discurso de muerte que vocifera, clama por un vengador, lo que marcará las futuras relaciones entre Roma y Cartago. Ya habiendo zarpado, Eneas ve desde el mar la llama que arde en la costa de la ciudad, y se lamenta, pues sabe de qué se trata.
Aquí ya nos podemos detener a reflexionar, pues encontramos las primeras muestras de una fortaleza a toda prueba, quizá de las más claras que nos ofrece el libro. Hasta ahora nos hemos concentrado en el relato del troyano y las peripecias que confrontó para seguir el destino encomendado. Sin embargo, no nos habíamos detenido en el por qué el héroe sigue los postulados de los dioses, incluso contra su propia voluntad. Ser fuerte no es solo una cuestión física, de la cual Eneas hace gala incuestionable. Mientras huía de Troya, el primo de Héctor dio muestras inequívocas de su fortaleza física, y asesinó a cuanto aqueo enrostró para salvar a los suyos, aunque, finalmente, no tuvo éxito en salvar la ciudad. Con todo, y como ya sabemos, pudo contener su encolerizado ímpetu contra Helena y, haciendo caso a su madre, Venus, y a su esposa fallecida, Creúsa, se retiró del campo de batalla. Contenerse, ser capaz de matizar los anhelos de venganza, ya es una muestra total de fortaleza. Aceptar la muerte de su esposa, también lo era, y la de su padre, camino al Lacio, lo es todavía más. Pero, quizá, una demostración aún más portentosa de aquello, es el haber dejado a Dido por seguir los postulados de los dioses. Es difícil entender a plenitud el por qué acomete tal acción desde una mentalidad moderna, peor, una posmoderna. Una vez los postulados kantianos y rousseunianos se instalaron en la mente moderna, nos convencimos de que nuestro destino es controlado por nosotros mismos, por nuestras decisiones, las cuales no hallan obstáculos heterónomos, en específico, de voluntades ajenas.
Salvo ciertas constricciones éticas, nuestra voluntad es total, todavía más entendiendo que dichas normas morales no son más que fruto del imperativo categórico que encontramos en nosotros mismos y que debe pasar, más allá de ciertas formulaciones más complejas, simplemente por un testeo construido desde nuestra subjetividad. Ya lo decía Immanuel Kant en Fundamentación de la Metafísica de las costumbres (1785): obra según tu máxima pueda convertirse en ley universal. En cambio, la mentalidad antigua no es ideológica, no sigue esos postulados, pues no supone al hombre y sus ideas subjetivas por sobre la realidad; contrariamente, ofrece una cosmovisión, lo que implica que ubica al ser humano “en relación” con los otros y con la otredad misma, es decir, con el conjunto de lo que “es”. Eneas participa del todo, se entiende a sí mismo en relación con la otredad, representada por los dioses quienes, aunque por su capricho llevaron a troyanos y aqueos a la batalla, ahora deparan al héroe un destino glorioso. Por supuesto, no es que Kant planteara un sistema ético totalmente subjetivista, pero, conceptualmente, sentó las bases del nihilismo tan propio de nuestra era. En contrario, la fortaleza de seguir el camino, de proyectarte en un mundo que te demanda, asumiendo el desafío, marcando tu objetivo de virtud como lo hace el arquero con su flecha, es lo plenamente ético, incluso por sobre tus deseos banales inmediatos, como lo sería seguir en los brazos de Dido.
Vamos a ahondar en esta ética profundamente antigua más adelante y, por ello, pletórica de fortaleza, una vez que ilustremos todavía más la imagen virtuosa que representa Eneas.
Una vez que zarpan de las tierras libias, los viajeros, tras superar otra tempestad, llegan a Trinacia. En dichas tierras, los recibe Acestes. Mientras están allí, se cumple un año de la muerte de Anquises, y Eneas lleva a cabo sus funerales, durante los cuales hace los debidos sacrificios y juegos en honor al caído. En tanto, Juno envía a Iris, mensajera divina, para que suscite en las mujeres troyanas el deseo de no viajar más. Para cumplir con su objetivo, Iris toma la forma de una de ellas y les comenta que se le ha aparecido en sueños Casandra, la esposa de Héctor, quien le pide quemar las naves, pues ya han alcanzado la meta del viaje, y cumple el encargo de la esposa de Júpiter, empezando ella misma la quema de las naves troyanas. Los hombres teucros ven las llamas, y Ascanio, el hijo de Eneas, se acerca con su montura y consigue hacer entrar en razón a las mujeres. Con todo, varias naves siguen quemándose. Eneas implora a Júpiter, y este hace que empiece a llover, salvando algunas naves. Finalmente, el héroe troyano decide fundar una ciudad para quienes quieran quedarse; sin embargo, abriga dudas y, en principio, él mismo no quiere continuar.
Uno de los aspectos más gráficos de ser fuerte también tiene que ver con reconocer los momentos de debilidad, ser capaz de ayudarse con otros para, de este modo, no flaquear en tu empresa.
Por lo mismo, esa noche se le aparece en sueños su padre Anquises, quien le recomienda siga hacia el Lacio, aunque con sus mejores hombres, dejando atrás a quienes quieran quedarse, pues en dichas tierras habrá que derrotar a un pueblo belicoso, de modo que conviene vayan solo los más aptos. Además, le pide a Eneas que lo visite en el inframundo. Para llegar hasta allí, Eneas habrá de consultar primero a la Sibila de Cumas, la mencionada por Héleno, y ofrecer los respectivos sacrificios. Mientras los siguientes pasos empiezan a urdirse, Venus ruega a Neptuno que los troyanos ya no sufran males en su viaje, y el dios del mar le promete que llegarán a las puertas del Averno, pero con solo un hombre menos, el cual constará como sacrificio troyano en beneficio de su empresa. Entonces, Palinuro, quien está al timón durante el viaje, caen al agua, mientras el resto duerme. La nave va a la deriva, pero Eneas despierta y corrige el rumbo justo a tiempo.
Una vez arribados a Cumas, la Sibila, tras los cumplir con los ritos, lleva a Eneas a las tierras de Plutón, atravesando un bosque y las peligrosas corrientes del Aqueronte. Ya navegando, ven la cueva de Cerbero, los jueces de los muertos y los campos llorosos. Para sorpresa de Eneas, ven a la reina Dido también, y se vuelve a lamentar por lo sucedido. Este aprovecha de pedirle perdón, pero ella no responde. Quizá este sea el peor golpe para Eneas, pero prosigue su camino, a pesar del dolor que le causa la fría expresión de la reina. Pasado un rato, arriban a los bosques afortunados del Averno, y allí buscan a Anquises. Tras un nostálgico encuentro, su padre le cuenta que las almas buenas, después de mil años, pierden la memoria y se las manda nuevamente a la tierra en otros cuerpos. Además, Anquises predice el gran linaje que tendrá Eneas: su hijo Silvio, quien nacerá de su esposa Lavinia, causa de la guerra con los latinos; Rómulo y Remo, Julio César y, por supuesto, Octavio. También le cuenta las batallas a las que se verá sometido. El futuro glorifica la campaña de Eneas, le promete un legado, por ello, seguirá su camino, con fuerza y tesón. Finalmente, el héroe troyano regresa al lugar donde le esperan sus compañeros y se dirigen al puerto de Cayeta para enfilar rumbo al Lacio.
Por fin, tras largo tranco, llegan a las tierras de Latino, padre de Lavinia, hija que está, al momento de la llegada troyana, comprometida con Turno, rey de los rútulos, aunque se ha predicho que no se casará con él, sino con un extranjero. Manda Eneas cien emisarios a la corte del rey Latino, quien los recibe. En nombre de Eneas y apoyándose en los oráculos, Ilioneo, sacerdote del rey, pide a este unas tierras donde puedan asentarse los troyanos. Latino reconoce en Eneas al yerno prometido por los oráculos, y pide a los troyanos que el héroe venga personalmente. Mientras tanto, Juno, quien no acepta que los teucros estén ad portas de cumplir su destino, envía a Alecto, una de las Furias, para que siembre la discordia entre los pueblos. Con una de sus serpientes, Alecto inyecta las furias en Amata, la esposa del rey Latino, y esta se enfrenta con su esposo para que no entregue la mano de Lavinia a Eneas, sino a Turno, a quien otorga su bendición. Al ver que Latino no cambia de parecer, Amata esconde a Lavinia. Después, Alecto se dirige a Ardea, ciudad en la que reina Turno, para suscitar en el monarca el odio a Eneas como usurpador de la mano prometida. Ahora, solo falta la chispa que encienda la hoguera, y Alecto encuentra su oportunidad en ocasión que Ascanio estaba cazando ciervos en tierras latinas. Los perros cazadores de Ascanio, conducen a su amo, influidos como están por Alecto, en pos de un ciervo del que es dueño un latino llamado Tirreo. Al enterarse los latinos de esta afrenta, se emprende una batalla de la cual resultan varias víctimas y piden a su rey que declare la guerra, pero él se resiste. Entonces, el río Tíber habla a Eneas y le recomienda que busque alianzas con otros pueblos, como los palanteos, a cuya ciudad podrá llegar precisamente siguiendo el curso de sus aguas, más arriba. Eneas llega, entonces, ante el rey de dicho pueblo, Evandro, y su hijo Palante, solicitando de entrada al rey el establecer una alianza para hacer frente a los rútulos. Evandro acepta. Observando que la guerra es inevitable, Venus solicita a Vulcano fabrique mejores armas para Eneas, quien recibe maravillado este regalo divino.
Resuenan ya, al unísono, los tambores de guerra. Juno envía a Iris para que lleve a Turno rápidamente a la batalla, informándole que los troyanos están sin su caudillo. Eneas había mandado a su gente que, de ser atacada, se refugiara tras la empalizada. Turno, entonces, intenta incendiar la fortificación y también las naves restantes. Logrando lo segundo y rodeando el asentamiento troyano, piensa el rey rútulo que los teucros ya no podrán escapar, y pide a sus tropas descansar. Dándose cuenta de esto, Niso y Euríalo piden permiso para ir en busca de Eneas. El primero abre el camino dando muerte a algunos rútulos que yacen dormidos. En el camino, el segundo se rezaga en su afán por dar muerte a los ejércitos enemigos y es capturado. Advirtiéndolo, Niso regresa para rescatar a su amigo, se encomienda a Apolo y da muerte a varios rútulos; sin embargo, mueren ambos en la refriega. Las cabezas de los dos troyanos son exhibidas. Envalentonados por este triunfo moral momentáneo, los rútulos logran traspasar las defensas y se inicia una sangrienta batalla entre ambos ejércitos. En un momento, Turno queda cercado por los troyanos sin que le pueda ayudar, esta vez, Juno, pero se arroja al río y salva de ser acribillado. Júpiter, viendo cómo Juno interviene en desmedro de los troyanos en la batalla, prohíbe a los otros dioses participar. Su hija Venus le pide clemencia para los hijos de Troya, y Juno aboga por sí misma. Entonces, el hijo de Saturno, al igual que con el episodio de la manzana, decide que a nadie habrá de favorecer. Mientras tanto, llega navegando Eneas con las alianzas firmadas. Turno no se detiene ante el arribo de este y comienza un duro combate.
Son los momentos de mayor tensión en el relato. Se sabe que el destino ha deparado el triunfo de Eneas. Sin embargo, no se sabe cómo ello puede ocurrir.
El rey Turno es imparable y, con la ayuda de Juno, lo es todavía más. Ello queda en evidencia cuando asesina a Palante, requisando algunas de sus armas y armadura. Lleno de ira, Eneas da muerte a muchos rútulos al darse cuenta de la muerte del hijo de Evandro, a quien había tomado afecto. Entonces, Juno teme la muerte de Turno y le pide a Júpiter que demore su deceso. Al no recibir respuesta, ella misma toma la figura de Eneas y, confundiendo a Turno, hace que la persiga y le pone a salvo. Turno, al darse cuenta del engaño, intenta volver sobre sus pasos, pero la diosa no se lo permite. Tras la huida de Turno, Eneas envía el cuerpo de Palante a su padre. Llegan luego emisarios latinos pidiendo tregua para poder enterrar a sus muertos, a lo que accede el héroe troyano.
Nótese la fortaleza y nobleza de Eneas como para respetar los ritos debidos, estando tan cerca de concretar su destino y siendo presa de un odio furibundo contra quien asesinó a Palante. Mantener la compostura moral, como ya advertíamos, es también parte de la fuerza, aquella que se endilga del carácter, el ethos del hombre virtuoso.
Al recibir el cuerpo de su hijo, Evandro se lamenta, pero no cuestiona el apoyo otorgado a Eneas. En el reino de Latino, en cambio, si bien algunos todavía se muestran a favor de Turno, otros piden se entregue, definitivamente, la mano de Lavinia al troyano Eneas. Latino quiere ya detener la guerra, pero Turno se opone y promueve nuevas batallas. Los troyanos, en un movimiento osado, se acercan a las murallas latinas y se desata otra vez la contienda. Solo la caída de la noche detiene la batalla. Ante la situación de peligro, Latino y Amata piden a Turno detenga la guerra, pero él, todavía enamorado de Lavinia, y orgulloso, manda a Eneas un mensaje, retándole a un combate cuerpo a cuerpo. Eneas acepta. Sin embargo, nadie contaba con un nuevo ardid de la diosa Juno. Esta envía, esta vez, a la hermana de Turno, la divina Juturna, para que incite al rompimiento del acuerdo que se firme, pues sabe que Turno con las armas es menos diestro que Eneas. A continuación, mientras se llevan a cabo los juramentos para la batalla final entre Turno y Eneas, Juturna asume la forma del guerrero Camerto y empuja a que los rútulos intervengan. Eneas, molesto, se opone a la ruptura del acuerdo, solicitando emprender el combate. Repentinamente, le hiere una flecha que nadie sabe quién ha disparado, por lo que Ascanio le lleva a un lugar seguro, retirándolo del campo de batalla. Venus, viendo que Juno no acata las reglas de Júpiter, inspira al anciano Yápige para que cure a Eneas. El héroe troyano, entonces, recupera el total de sus fuerzas y regresa a la batalla. Los rútulos huyen ante su empuje, aunque Eneas solo busca a Turno, quien también busca el combate, pero su hermana Juturna, dirigiendo el carruaje que lo lleva, se lo impide. Para superar el trance, Eneas se dirige a la ciudad con la intención de quemarla. Al enterarse Turno, se deshace de su hermana para ir en busca de Eneas, y este, al oír que se acerca su adversario, se dirige a su encuentro. Ya enfrascados en combate, se rompe el arma de Turno, por lo que comienza a huir del encuentro. Eneas lo persigue, pero se le queda prendida la lanza entre las raíces del árbol divino de los latinos. Venus desenreda la lanza y, por su parte, Turno recobra su espada. El combate se reanuda en toda justicia. Mientras dura el combate, Júpiter pregunta a Juno qué espera de todo esto. La diosa, al parecer cansada, acepta la suerte de los troyanos y dejar descansar su odio, pero pide que, cuando se una el pueblo con los latinos, desparezca el nombre de los primeros. Júpiter accede. Mientras, Eneas hostiga a Turno, y este comienza a sentir un temor que no había sentido antes. Eneas, entonces, le hiere con su lanza. Ya rendido, el rey de los rútulos pide a Eneas clemencia. El troyano se conmisera, duda, pero al darse cuenta de que Turno lleva las armas de Palante, hunde su espada profundamente en el pecho de Turno.
Habíamos comentado que había una profunda fortaleza en Eneas. Lo demuestra al salir de Troya, siguiendo los consejos de Héctor y Creusa. Lo hace al aceptar la muerte de su padre, Anquises, y al destrozar el corazón de la reina Dido. Cada paso que da, lo hace sabiendo que debe aceptar su destino inexorable. Internalizar que tu destino no está totalmente en tus manos, sino en lo que signifique tu vocación, implica una gran fortaleza. Ortega y Gasset lo explica de manera inmejorable en Pidiendo un Goethe desde dentro (1932): uno puede negarse, terminantemente, a seguir la vocación, pero, entonces, no se es auténtico. Arrancar de ese camino es precisamente el trayecto que han tomado las nuevas malcriadas generaciones, aquellas de las que habla Haidt y que el filósofo español señala como profundamente imbuidas del espíritu de mediocridad, actitud propia de aquellos que no asumen la senda señalada. El mundo nos llama y es de valientes, de aquellos que abrigan el espíritu de nobleza, el sentirse obligados por las circunstancias. Eneas se siente obligado, más allá de sus apetitos y por sobre su posible arrepentimiento, al tomar las decisiones que lo llevarán a su “tierra prometida”. El héroe troyano podría sentirse culpable por la muerte de su padre, arrepentido por dejar a los suyos mientras batalla contra los latinos en búsqueda de esposar con Lavinia, a quien no conoce. Podría, en términos simples, ajustarse a la moral de esclavos, como dice el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en Zur Genealogie der Moral (1887) y, haciendo gala de debilidad, preferir el camino fácil, concertar con Turno y huir de su destino. Nuestro contexto cultural actual fomenta aquello en Occidente. Somos presas fáciles de la debilidad, y nos inclinamos hacia nuestras apetencias y flaquezas, en vez de elegir el camino del héroe, la senda del esfuerzo y la dedicación. Por ello, es que el psicólogo canadiense, Jordan Peterson, nos pide reflexionar y nos conmina a perseguir lo que es significativo, no lo que meramente nos conviene, porque comprende en 12 rules for life (2018) que, alejados de la figura de Eneas, no somos capaces de asumir la nobleza de la obligación, y nos entregamos a las fauces del nihilismo tan propio de nuestra época decadente: no somos capaces, siquiera, de parecer fuertes. No podemos pararnos derechos, ni echar nuestros hombros hacia atrás, o hacernos cargo de nosotros mismos como si dependiéramos de nosotros mismos, pues no somos fuertes. Ordenarnos a nosotros mismos antes de criticar al mundo, actuar del modo que se debe, en aras de virtud, es simplemente imposible en estos días.
En definitiva, la figura de Eneas debiera llamarnos a la reflexión. La ética moderna abrió la puerta al reinado inexorable de la subjetividad, quebrando todo vínculo con la realidad, la cual, por su portento, nos demanda actuar tal y como se debe. Nuestras circunstancias nos piden actuar en consecuencia. Uno de los valores primordiales que debieran regir nuestro reencuentro con la ética fundamental, aquella de las virtudes heroicas, es la fortaleza. El poeta romano, Virgilio, buscando enaltecer la figura del emperador Octavio y los orígenes del Imperio romano, terminó por ilustrar de la mejor manera esa virtud que nos hace tanta falta en estos días. La derecha genuina, si quiere constituirse en un verdadero muro contra la decadencia cultural de la izquierda, debe comenzar por ilustrarse con los clásicos. Que este ensayo sea una invitación a fortalecernos, tanto físicamente como en la forja de nuestro carácter. Esto último, sin duda, es lo más importante.